domingo, 20 de octubre de 2013

EL ESTADO

La teoría política de Platón se desarrolla en íntima conexión con su ética. La vida
griega era esencialmente una vida comunal, vivida en el seno de la Ciudad-Estado e
inconcebible aparte de la Ciudad, hasta tal punto que a ningún griego genuino se le
habría ocurrido nunca que alguien pudiese ser un hombre perfectamente bueno y
cabal manteniéndose ajeno por completo al Estado, puesto que sólo en la Sociedad y
gracias a ella es posible que el hombre viva como es debido, y la Sociedad significaba
para el griego la Ciudad-Estado. El análisis racional de este hecho de la experiencia
da por resultado la doctrina de que la Sociedad organizada es una institución
«natural», de que el hombre es un animal social por naturaleza, doctrina común a
Platón y Aristóteles; la teoría de que la Sociedad sea un mal necesario y coartador del
libre desarrollo y auge de la vida humana sería enteramente extraña al griego
auténtico. (Claro que no hay que incurrir en el absurdo de representar a la conciencia
griega como análoga al instinto de la colmena o del hormiguero, pues el
individualismo prevalecía en Grecia por doquier, manifestándose tanto en las guerras
de exterminio de unas ciudades-estado contra otras como en las facciones que dividían
intestinamente a cada ciudad, por ejemplo con ocasión de las tentativas de algún
individuo para establecerse como tirano; mas este individualismo no era una rebelión
contra la Sociedad como tal, sino que presuponía la existencia de la misma y la
aceptaba como un hecho.) Por consiguiente, para un filósofo como Platón, interesado
en todo lo relativo a la felicidad del hombre y a la vida verdaderamente buena para el
hombre, era una necesidad imperiosa determinar la genuina naturaleza y la función
del Estado. Si todos los ciudadanos fuesen hombres moralmente malos, sería
imposible asegurar la bondad del Estado; e inversamente, si el Estado fuese malo, los
ciudadanos se hallarían incapaces de vivir conforme se debe.
No era Platón hombre que aceptase la idea de que hay una moral para el individuo y
otra para el Estado. Éste se compone de individuos y existe para que los hombres
individuales puedan llevar una vida buena; hay un código moral absoluto, que rige a
todos los hombres y a todos los Estados: el oportunismo debe doblegarse ante el
derecho. Platón no consideraba el Estado como una personalidad o como un
organismo que pudiese o debiese desarrollarse sin restricción ninguna, sin tener que
atender a la Ley Moral: el Estado no es el árbitro de lo justo y lo injusto, la fuente de
su propio código moral y la justificación absoluta de sus propias acciones, sean éstas
las que fueren. Tal verdad se expresa claramente en la República. Los interlocutores
de este diálogo tratan de determinar la naturaleza de la justicia, pero al final del libro
1 declara Sócrates: «Yo no sé qué es la justicia.»1 Sugiere entonces, en el libro 2,2 que,
si consideran el Estado, verán los mismos caracteres «escritos con trazos mayores y
más fáciles de examinar». Propone, pues, «que indaguemos cuál sea la naturaleza de
la justicia y de la injusticia tales como aparecen primero en el Estado y, en segundo
lugar; en el individuo, procediendo de lo mayor a lo menor y comparándolo». Esto
implica, obviamente, que los principios de la justicia son los mismos para el individuo
que para el Estado. Si el individuo vive su vida como miembro del Estado, y si la
justicia del uno y del otro está determinada por la justicia ideal, bien se ve que ni el
individuo ni el Estado se libran del sometimiento al código eterno de la justicia.
Ahora bien, es totalmente evidente que ninguna Constitución ni gobierno alguno de
los de la realidad encarnan el principio ideal de la justicia; pero lo que le interesaba a
Platón no era ver lo que son los Estados empíricos, sino lo que el Estado debería ser, y
así, en el diálogo República se propone descubrir el Estado Ideal, a cuyo modelo todo
Estado de los de la realidad debería conformarse en la medida de lo posible. Cierto
que en la obra de su vejez, las Leyes, hace algunas concesiones a lo realizable, pero su
designio general siguió siendo el de establecer la norma o el ideal, y si los Estados
empíricos no se conformasen al ideal, ¡tanto peor para ellos! Platón estaba
profundamente convencido de que el dirigir el Estado es, o debería ser, una ciencia; el
hombre de Estado, para serlo verdaderamente, debe saber qué es el Estado y en qué
ha de consistir su vida; de lo contrario, corre el peligro de hacer naufragar al Estado y
a sus conciudadanos y de revelarse no como un hombre de Estado sino como un
«político» inhábil. La experiencia le había enseñado que los Estados existentes eran
defectuosos, y volvió las espaldas a la vida política práctica, aunque sin perder la
esperanza de sembrar las simientes del verdadero arte de gobernar en aquellos que se
confiaban a su dirección. Habla Platón en la Carta 7ª de su triste experiencia, primero
con la oligarquía del 404 y después con la democracia restaurada, y añade: «El
resultado fue que yo, que al principio había estado lleno de ilusiones por la carrera
política, cuando paré mientes en el torbellino de la vida pública y percibí el incesante
agitarse de sus tornadizas corrientes, acabé por sentir vértigo... y comprendí, por fin,
que todos los Estados que existen en la actualidad se hallan, sin excepción, mal
gobernados: sus constituciones apenas tienen remedio, como no sea mediante algún
plan milagroso acompañado de la buena suerte. En consecuencia, me vi forzado a
decir, como alabanza a la buena filosofía, que ella sola nos pone en situación
ventajosa, desde la cual podemos discernir en todos los casos lo que es justo para las
comunidades y para los individuos, y que, por lo tanto, la raza humana no se librará
de males hasta que, o bien la raza de los puros y auténticos filósofos adquiera la
autoridad política, o bien la clase de los que tienen el poder en las ciudades sea
movida, por algún favor de la providencia, a convertirse en verdaderos filósofos.»3
Delinearé aquí en sus rasgos principales la teoría política de Platón, primero tal como
aparece en las República, y después en el Político y en las Leyes.

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