domingo, 20 de octubre de 2013

LA DOCTRINA DE LAS FORMAS

En este capítulo estudiaremos la teoría de las Formas o Ideas en su aspecto
ontológico. Ya hemos visto que, a los ojos de Platón, el objeto del verdadero
conocimiento debe ser estable, permanente, objeto de la inteligencia y no de los
sentidos, y que estas exigencias las cumple el universal, en la medida en que atañe al
más alto estado cognoscitivo, al de la νόησις. La epistemología platónica implica
claramente que los universales que concebimos con el pensamiento no están faltos de
referencias objetivas, pero aún no hemos examinado la importante cuestión de saber
en qué consisten esas referencias objetivas. Es evidentísimo, desde luego, que Platón,
a lo largo de los años de sus actividades académicas y literarias, siguió ocupándose en
los problemas que derivan de la teoría de las Formas, pero no hay pruebas de que
cambiase alguna vez radicalmente su doctrina, y mucho menos de que la abandonase
del todo, si bien se esforzó por aclararla o modificarla, en vista de las dificultades que
se le iban ocurriendo o que otros le indicaban. Se ha dicho a veces que la
matematización de las Formas, atribuida por Aristóteles a Platón, fue la doctrina que
éste profesó cuando era ya viejo, algo así como una recaída en el «misticismo»
pitagórico1; mas Aristóteles no dice en realidad que Platón cambiase su doctrina, y la
única conclusión razonable que de las palabras del Estagirita se puede deducir parece
ser la de que Platón sostuvo siempre, con pocas variaciones, la misma doctrina, al
menos durante el tiempo que Aristóteles trabajó bajo su dirección en la Academia.
(Otra cuestión enteramente distinta es la de si Aristóteles comprendió bien o mal a
Platón.) Sin embargo, aunque Platón mantuviese con constancia su doctrina de las
Ideas, y aunque tratase de aclarar su sentido y las implicaciones ontológicas y lógicas
de su pensamiento, no se sigue de ello que nosotros podamos entender siempre del
todo lo que, de hecho, quiso decir. Es muy lamentable que no poseamos algunos
resúmenes adecuados de sus lecciones en la Academia, pues sin duda arrojarían gran
luz sobre la interpretación de sus teorías tal como éstas aparecen en los diálogos y,
además, nos harían el inapreciable beneficio de darnos a conocer cuáles fueron las
«genuinas» opiniones de Platón, aquellas que él transmitía sólo en la enseñanza oral y
que nunca publicó por escrito.
En la República se da por supuesto que toda pluralidad de individuos que posee un
nombre común tiene también su correspondiente Idea o Forma2. Esta Forma es el
universal, la naturaleza o cualidad común que se aprehende en el concepto,
verbigracia, la belleza. Hay muchas cosas bellas, pero formamos un único concepto
universal de la belleza misma: y Platón afirmaba que estos conceptos universales no
son meramente subjetivos, sino que en ellos aprehendemos esencias objetivas. De
buenas a primeras, semejante afirmación parecerá tal vez una simpleza, pero
recuérdese que, para Platón, lo que capta la realidad es el pensamiento, de modo que
los objetos del pensar (en cuanto opuestos a los de la percepción sensible), esto es, los
universales, han de tener realidad. ¿Cómo podrían ser captados y constituir el objeto
del pensamiento si no fuesen reales? Nosotros los descubrimos: no son simples
invenciones nuestras. Otro punto que hay que recordar es que Platón parece haberse
interesado ante todo por los universales morales y estéticos (como también por los
objetos de la ciencia matemática), según era de esperar habida cuenta del máximo
interés de Sócrates; y el concebir que la Bondad absoluta o la Belleza absoluta existen
de por sí, digamos, por propio derecho, no es ningún despropósito, especialmente si
Platón las identificaba, según, a mi entender, lo hizo. Pero cuando empezó a prestar
más atención que hasta entonces a los objetos naturales, y a considerar los conceptos
de clases, tales como los de «hombre» o «caballo», le fue ya evidentemente más difícil
suponer que los universales correspondientes a estos conceptos de clases existieran de
suyo como esencias objetivas. Cabe identificar la Bondad y la Belleza absolutas, pero
no es tan fácil identificar la esencia objetiva del hombre con la esencia objetiva del
caballo. Tratar de hacerlo resultaría ridículo. No obstante, si no habían de dejarse
aisladas las esencias unas de otras, era menester encontrar algún principio
unificador, y Platón se concentró en la búsqueda de tal principio, gracias al cual todas
las esencias específicas pudiesen quedar unidas, subordinadas a una esencia genérica
suprema. Verdad es que Platón abordó este problema desde el punto de vista lógico,
tratando de resolver la cuestión de la clasificación lógica; sin embargo, no hay prueba
alguna evidente de que abandonara nunca su opinión de que los universales son de
naturaleza ontológica, y pensó, sin duda, que al plantear el problema de la
clasificación lógica planteaba también el de la unificación ontológica.
A esas esencias objetivas les dio Platón el nombre de Ideas o Formas (ἰδέαιo εἴδη),
términos que son de uso equivalente. El vocablo εἷδος aparece también
esporádicamente con este sentido en el Fedón.3 Mas no debe confundirnos tal empleo
del término «Idea». En el lenguaje corriente, «idea» significa un concepto subjetivo de
la mente, como cuando decimos: «Esto es sólo una idea y no tiene nada de real.» En
cambio, cuando Platón habla de las Ideas o Formas, se refiere a los contenidos
objetivos de nuestros conceptos universales, a sus referencias a la realidad. En
nuestros conceptos universales aprehendemos las esencias objetivas, y a estas
esencias objetivas es a las que Platón aplicaba el término de «Ideas». Hay algunos
diálogos, por ejemplo el Banquete, en que no se usa la palabra «Idea», pero su sentido
está allí, pues, en el citado diálogo, Platón habla de la Belleza esencial o absoluta
(αὐτό ὅἔστι καλόν), y esto es lo que Platón significaba con la Idea de la Belleza. Así,
suele ser indiferente que hable del Bien Absoluto o de la Idea del Bien: ambas
nociones se refieren a una esencia objetiva, que es la fuente de la bondad para todas
las cosas particulares que sean verdaderamente buenas.
Dado que por las Ideas o Formas significaba Platón las esencias objetivas, resulta
sumamente importante, si se quiere entender la ontología platónica, determinar, con
la mayor precisión posible, cómo consideraba él esas esencias objetivas. ¿Tienen de
por sí una existencia trascendente, aparte de las cosas particulares? Y, en tal caso,
¿cuáles son sus relaciones mutuas y para con los objetos concretos, particulares, de
este mundo? ¿Duplica Platón el mundo de la experiencia sensible, postulando un
mundo trascendente, de inmateriales e invisibles esencias? Y, si así lo hace, ¿cuál es
la relación que hay entre este mundo de esencias y Dios? No puede negarse que el
lenguaje de Platón implica a menudo la existencia de un mundo separado, de esencias
trascendentes; pero se ha de recordar que el lenguaje se refiere primariamente, por su
misma naturaleza, a los objetos de nuestra experiencia sensible, y que muchas veces
lo hallamos inadecuado cuando queremos expresar con precisión las verdades
metafísicas: hablamos, y no podemos menos de hacerlo, de un «Dios providente»,
expresión que, si se toma tal como suena, implica que Dios está en el tiempo, siendo
así que sabemos que Dios no está en el tiempo, sino que es eterno. Nos es, pues,
imposible hablar de un modo adecuado de la eternidad de Dios, puesto que carecemos
de experiencia respecto a la eternidad y nuestro lenguaje no está hecho para dar
expresión a tales cosas. Somos humanos, y hemos de usar el lenguaje humano —no
podemos emplear ningún otro—. Esta realidad debería hacernos precavidos en cuanto
al alcance que atribuyamos a las meras palabras o frases empleadas por Platón a
propósito de puntos abstrusos y metafísicos: tenemos que procurar leer tras esas
frases o como entre líneas lo que quieren decir. Y no es que pretenda yo insinuar que
Platón no creía en la subsistencia de las esencias universales, sino que sólo intento
hacer ver que, si hallamos que tal fue, en efecto, su doctrina, debemos vencer la
tentación de darle un tono ridículo tomando al pie de la letra las expresiones usadas
por Platón, sin considerar debidamente en qué sentido las usaba él.

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