domingo, 20 de octubre de 2013

EL VERDADERO CONOCIMIENTO

1. Platón ha dado por supuesto desde el comienzo que el conocimiento es algo que se
puede alcanzar y que debe ser 1.° infalible y 2.° acerca de lo real. El verdadero
conocimiento ha de poseer a la vez ambas características, y todo estado de la mente
que no pueda reivindicar su derecho a ambas es imposible que sea verdadero
conocimiento. En el Teeteto, demuestra que ni la percepción sensible, ni la creencia
verdadera poseen a la vez esas dos señales; por lo cual, ni la una ni la otra pueden ser
equiparadas al verdadero conocimiento. Platón acepta de Protágoras la creencia en la
relatividad de los sentidos y de la percepción sensible, pero no admite un relativismo
universal: al contrario, el verdadero conocimiento, absoluto e infalible, es alcanzable,
pero no puede ser lo mismo que la percepción sensible, que es relativa, ilusoria, y está
sujeta al influjo de toda clase de influencias momentáneas tanto de la parte del sujeto
como de la del objeto. Platón acepta también, de Heráclito, la opinión de que los
objetos de la percepción sensible, objetos particulares, individuales y sensibles, están
siempre cambiando, en perpetuo fluir, y, por ello, no pueden ser objetos del verdadero
conocimiento. Hácense y se destruyen sin cesar, su número es indefinido, resulta
imposible encerrarlos en los claros límites de la definición, no pueden llegar a ser
objetos del conocimiento científico. Pero Platón no saca la conclusión de que no haya
cosas capaces de ser objetos de verdadero conocimiento, sino que sólo concluye que las
cosas particulares y sensibles no pueden ser los objetos que busca. El objeto del
verdadero conocimiento ha de ser estable y permanente, fijo, susceptible de definición
clara y científica, cual es la del universal, según lo comprendió Sócrates. Así, la
consideración de los diferentes estados de la mente va ligada de un modo indisoluble a
la de los diferentes objetos de esos estados de la mente.
Si examinamos los juicios con los que pensamos alcanzar el conocimiento de lo que es
esencialmente estable y constante, hallamos que son juicios que versan sobre
conceptos universales. Si analizamos, por ejemplo, este juicio: «La Constitución
ateniense es buena», hallaremos que el elemento esencialmente estable que entra en
él es el concepto de la bondad. Después de todo, la Constitución ateniense podría
modificarse hasta tal punto que ya no hubiésemos de calificarla de buena, sino de
mala. Esto supone que el concepto de bondad sigue siendo el mismo, pues si llamamos
«mala» a la Constitución modificada, ello sólo puede deberse a que la juzgamos en
relación con un concepto fijo de la bondad. Es más, si se nos objeta que, aunque la
Constitución ateniense, como cosa empírica e histórica, sea susceptible de cambio,
aún podemos decir «la Constitución ateniense es buena» refiriéndonos a la forma
concreta de la Constitución que anteriormente llamamos buena (por más que desde
entonces haya cambiado de hecho), responderemos que, en este caso, nuestro juicio se
refiere, no tanto a la Constitución de Atenas como hecho empírico determinado, sino a
cierto tipo de Constitución. El que este tipo de Constitución se concrete en algún
momento histórico y tome cuerpo en la Constitución ateniense no tiene demasiada
importancia: lo que en realidad queremos decir es que este tipo universal de
Constitución (se dé en Atenas o dondequiera) lleva consigo la cualidad universal de la
bondad. Nuestro juicio, en la medida en que atañe a lo permanente y estable, se
refiere en realidad a un universal.
Además, el conocimiento científico, tal como Sócrates lo vio (principalmente en
conexión con las valoraciones éticas), aspira a dar con la definición, a lograr un saber
que cristalice y se concrete en una definición clara e inequívoca. Un conocimiento
científico de la bondad, por ejemplo, debe poder resumirse en la definición: «La
bondad es...», mediante la cual exprese la mente la esencia de la bondad. Pero la
definición atañe al universal. De aquí que el verdadero conocimiento sea el
conocimiento del universal. Las Constituciones particulares cambian, pero el concepto
de la bondad permanece el mismo, y por referencia a este concepto estable es como
juzgamos acerca de la bondad de las Constituciones particulares. Síguese, por tanto,
que es el concepto universal el que cumple los requisitos necesarios para ser objeto del
verdadero conocimiento. El conocimiento del universal supremo será el conocimiento
más elevado, mientras que el «conocimiento» de lo particular será el grado más bajo
del «conocer».
Ahora bien, ¿no supone tal doctrina que hay un abismo infranqueable entre el
verdadero conocimiento, por un lado, y, por otro, el mundo «real», mundo que consta
todo él de cosas particulares? Y, si el verdadero conocimiento es el de los universales,
¿no se sigue de aquí que el verdadero conocimiento es el conocimiento de lo abstracto,
de lo «irreal»? A propósito de esta segunda cuestión yo diría que lo esencial de la
doctrina de Platón sobre las Formas o Ideas se reduce a esto: que el concepto
universal no es una forma abstracta desprovista de contenido o de relaciones
objetivas, sino que a cada concepto universal verdadero le corresponde una realidad
objetiva. Hasta qué punto la crítica de Aristóteles a Platón (reprochándole a éste el
hipostasiar la realidad objetiva de los conceptos y el inventarse un mundo
trascendente, de universales «separados») estuviese justificada, es, de suyo,
discutible; pero, justificada o no, lo cierto es que lo esencial de la teoría platónica de
las Ideas no ha de verse en la noción de la existencia «separada» de las realidades
universales, sino en la creencia de que los conceptos universales tienen referencias
objetivas y de que la realidad que les corresponde es de un orden superior al de la
percepción sensible en cuanto tal. Por lo que toca a la primera cuestión (a la del
abismo que se interpone entre el verdadero conocimiento y el mundo «real»), hemos de
admitir que una de las principales dificultades de Platón fue la de determinar la
relación precisa entre lo particular y lo universal; pero sobre esta cuestión tendremos
que volver al estudiar la teoría de las Ideas desde el punto de vista ontológico de
momento podemos permitirnos pasarla por alto.
2. Lo positivo de la doctrina de Platón acerca del conocimiento, donde se distinguen
los grados o niveles del conocer según los objetos, está expuesto en el famoso pasaje de
la República en el que se nos ofrece el símil de la Línea25. Daré aquí el esquema
gráfico corriente, y trataré de explicarlo. Hay que reconocer que varios puntos
importantes siguen siendo muy oscuros, pero, indudablemente, Platón trataba de
encontrar así el camino hacia lo que él consideraba como la verdad, y, que sepamos,
nunca aclaró del todo, con términos inequívocos, su sentido preciso. Por consiguiente,
no podemos evitar del todo el hacer conjeturas.


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