domingo, 20 de octubre de 2013

Fragmentos filosóficos (textuales)

Como uno de los propósitos generales de este libro, y en especial de esta
unidad, es que trates de adquirir una noción clara de lo que son la filosofía
y los problemas filosóficos, presentamos extractos de la obra Qué es
filosofía, del filósofo José Ortega y Gasset, para que mediante su lectura te
familiarices con la filosofía misma.
Filosofía es conocimiento del Universo o de todo cuanto hay. Ya
vimos que esto implicaba para el filósofo la obligación de plantearse un
problema absoluto, es decir, de no partir tranquilamente de creencias
previas, de no dar nada por sabido anticipadamente. Lo sabido es lo
que ya no es problema. Ahora bien, lo sabido fuera, aparte o antes de la
filosofía es sabido desde un punto de vista parcial y no universal, es un
saber de nivel inferior que no puede aprovecharse en la altitud donde se
mueve a nativitate [de nacimiento] el conocimiento filosófico. Visto desde
la altura filosófica, todo otro saber tiene un carácter de ingenuidad y de
relativa falsedad, es decir, que se vuelve otra vez problemático. Por eso
Nicolás Cusano llamaba a las ciencias docta ignorantia.
Esta situación del filósofo, que va aneja a su extremo heroísmo
intelectual y que sería tan incómoda si no le llevase a ella su inevitable
vocación, impone a su pensamiento lo que llamo imperativo de autonomía.
Significa este principio metódico la renuncia a apoyarse en nada
anterior a la filosofía misma que se vaya haciendo, el compromiso de no
partir de verdades supuestas. Es la filosofía una ciencia sin suposiciones.
Entendiendo por tal un sistema de verdades que se han construido sin
admitir como fundamento de él ninguna verdad que se da por probada
fuera de ese sistema. No hay, pues, una admisión filosófica que el filósofo
no tenga que forjar con sus propios medios. Es, pues, la filosofía ley intelectual
de sí misma, es autonómica. A esto llamo principio de autonomía
y él nos liga sin pérdida alguna a todo el pasado criticista de la filosofía,
él nos retrotrae al gran impulsor del pensamiento moderno y nos califica
como últimos nietos de Descartes.
[...] No basta con el principio de autonomía que es negativo, estático
y de cautela, que nos invita a tener cuidado, pero no a caminar, que no
orienta ni dirige nuestro avance. No basta con no errar: es preciso acertar,
es forzoso atacar sin descanso nuestro problema, y como éste consiste en
definir el todo o Universo, cada concepto filosófico habrá de ser fabricado
en función del todo, a diferencia de los conceptos en las disciplinas
particulares, que se atienen a lo que la parte es como parte aislada o falso
todo. Así, la física nos dice solamente lo que es la materia como si sólo
ella hubiese en el Universo, como si fuese el Universo. Por eso la física ha
solido tender a sublevarse como auténtica filosofía, y esta pseudofilosofía
subversiva es el materialismo. El filósofo, en cambio, buscará de la materia
su valor como pieza del Universo y dirá la verdad última de cada cosa,
lo que esta cosa es en función de todas. A este principio de conceptuación
llamo pantonomía o ley de totalidad.
[...] Pero aún tenemos que añadir, entre otros menos urgentes, un
nuevo atributo al concepto de filosofía. Un atributo que pudiera parecer
demasiado inexcusable para que merezca ser formulado. Sin embargo, es
muy importante. Llamamos filosofía a un conocimiento teorético, a una
teoría. La teoría es un conjunto de conceptos —en el sentido estricto del
término concepto—. Y este sentido estricto consiste en ser el concepto
un contenido mental enunciable. Lo que no se puede decir, lo indecible
o inefable no es concepto, y un conocimiento que consista en visión
inefable del objeto será todo lo que ustedes quieran, inclusive será, si
ustedes lo quieren, la forma suprema de conocimiento, pero no es lo
que intentamos bajo el nombre de filosofía. Si imaginamos un sistema
filosófico como el de Plotino o el de Bergson, que mediante conceptos
nos demuestra ser el verdadero conocimiento un éxtasis de la conciencia
en que ésta transpone los límites de lo intelectual o conceptual y toma
contacto inmediato con la realidad, por lo tanto, sin la mediación o intermedio
del concepto, diríamos que son filosofías en tanto que prueban la
necesidad del éxtasis con medios no extáticos y dejan de serlo cuando se
arrojan del concepto a la inmersión en el místico trance.
El misticismo tiende a explotar la profundidad y especula con lo abismático;
por lo menos, se entusiasma con las honduras, se siente atraído
por ellas. Ahora bien, la tendencia de la filosofía es de dirección opuesta.
No le interesa sumergirse en lo profundo, como a la mística, sino, al
revés, emerge de lo profundo a la superficie. Contra lo que suele suponerse,
es la filosofía un gigantesco afán de superficialidad, quiero decir,
de traer a la superficie y tornar patente, claro, perogrullesco si es posible,
lo que estaba subterráneo, misterioso y latente. Detesta el misterio y los
gestos melodramáticos del iniciado, del mistagogo. Puede decir de sí
misma lo que Goethe:
Yo me declaro del linaje de esos
que de lo oscuro hacia lo claro aspiran.
La filosofía es un enorme apetito de transparencia y una resuelta
voluntad de mediodía. Su propósito radical es traer a la superficie, declarar,
descubrir lo oculto o velado —en Grecia la filosofía comenzó por
llamarse alétheia, que significa desocultación, revelación o desvelación;
en suma, manifestación—. Y manifestar no es sino hablar, logos. Si el
misticismo es callar, filosofar es decir; descubrir en la gran desnudez y
transparencia de la palabra el ser de las cosas, decir el ser —ontología—.
Frente al misticismo, la filosofía quisiera ser el secreto a voces.
Si nuestro problema es conocer cuanto hay o el Universo, lo primero
que necesitamos hacer es determinar de qué cosas entre las que acaso
hay podemos estar seguros de que las hay. Tal vez en el Universo hay
muchas cosas cuya existencia ignoramos y que siempre ignoraremos, o
viceversa, de otras muchas creemos que las hay en el Universo, pero lo
creemos con error; es decir, que, en verdad, no las hay en el Universo,
sino sólo en nuestra creencia, son ilusiones. La caravana sedienta cree ver
en la lejanía del desierto una línea estremecida donde el frescor del agua
tiembla. Pero esta agua benéfica no la hay en el desierto, sino sólo en la
fantasía de la caravana.
Hay, pues, que distinguir estas tres clases de cosas: las que acaso
hay en el Universo, sepámoslo o no; las que creemos erróneamente
que hay, pero que, en verdad, no las hay, y, en fin, aquellas de que
podemos estar seguros que las hay. Estas últimas serán las que, a la par,
hay en el Universo y hay en nuestro conocimiento. Serán, pues, lo que
indubitablemente tenemos de cuanto hay, lo que del Universo nos es
incuestionablemente dado —en suma, los datos del Universo.
Todo problema supone datos. Los datos son lo que no es problema. En
el ejemplo tradicional que el otro día reiterábamos —el bastón sumergido
en el agua— es dato el del tacto, que nos presenta el bastón recto, y es dato
el de la visión, que nos presenta el bastón quebrado. El problema surge
en la medida en que esos dos hechos no sean problemas, sino hechos efectivos
e indudables. Cuando lo son surge ante nosotros su carácter contradictorio
y en éste, como vimos, consiste todo problema. Los datos nos dan
una realidad manca, insuficiente, nos presentan algo que, por otro lado,
espero que no pueda ser tal y como es, que se contradice: una realidad en
que el bastón es, a la vez, recto y quebrado. Cuanto más palmaria sea más
inaceptable es, más problema; es más, no es.
Para que el pensamiento actúe tiene que haber un problema delante y
para que haya un problema tiene que haber datos. Si no nos es dado algo,
no se nos ocurriría pensar en ello o sobre ello; y si nos fuese dado todo
tampoco tendríamos por qué pensar. El problema supone una situación
intermedia: que algo sea dado y que lo dado sea incompleto, no se baste
a sí mismo. Si no sabemos algo no sabríamos que es insuficiente, que es
manco, que nos faltan otros algos postulados por el que ya tenemos. Esto
es la conciencia del problema. Es saber que no sabemos bastante, es saber
que ignoramos. Y tal fue, en rigor, el sentido profundo del “saber el no
saber” que Sócrates se atribuía como único orgullo. ¡Claro!, como que es
el comienzo de la ciencia: la conciencia de los problemas.
Por eso se pregunta Platón: ¿Qué ser es capaz de actividad cognoscitiva?
No lo es el animal, porque lo ignora todo, inclusive su ignorancia,
y nada puede moverle a salir de ella. Pero tampoco lo es Dios, que
sabe ya todo de antemano y no tiene por qué esforzarse. Sólo un ser de
intermisión, situado entre la bestia y Dios, dotado de ignorancia pero
a la vez sabedor de esta ignorancia, se siente empujado a salir de ella y
va en dinámico disparo, tenso, anhelante de la ignorancia hacia la sabiduría.
Este ser intermedio es el hombre. Es, pues, la gloria específica del
hombre saber que no sabe —esto hace de él la bestia divina cargada de
problemas.
Como el nuestro es el Universo o cuanto hay, necesitamos fijar qué
datos del Universo hallamos, o dicho de otra forma, qué es entre todo
lo que hay lo que es seguramente dado y no necesitamos buscar. Lo que
necesitamos buscar será precisamente lo que nos falta porque no nos es
dado.

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