domingo, 20 de octubre de 2013

LA TEORÍA MORAL

La ética de Platón es eudemonista, en el sentido de que está enfocada al logro del
supremo bien del hombre, en la posesión del cual consiste la felicidad verdadera. El
bien supremo del hombre se puede decir que es el desarrollo auténtico de su
personalidad como ser racional y moral, el recto cultivo de su alma, el bienestar
general y armonioso de su vida. Cuando el alma de un hombre se halla en el estado en
que debe hallarse, entonces ese hombre es feliz. Al comienzo del Filebo, Protarco y
Sócrates adoptan, causa argumenti, dos posiciones extremas: aunque los dos
reconocen que el bien ha de consistir en un estado del alma, Protarco se dispone a
mantener que la esencia del bien es el placer, mientras que Sócrates la cifrará en la
sabiduría. Procede Sócrates a demostrar que el placer, como tal, no puede ser el único
y verdadero bien humano, puesto que una vida de puro placer (entiéndase de placer
corporal), en la que no tuviesen parte alguna el espíritu, ni la memoria, ni el
conocimiento, ni la opinión verdadera, «sería, no una vida humana, sino la vida de un
pulmo marinus o la de una ostra»1. Ni el mismo Protarco puede concebir tal vida como
deseable para un ser humano. Por otra parte, una vida «de puro espíritu», que
careciese en absoluto de placeres corporales, no podría ser el único bien del hombre,
aunque el entendimiento sea la parte más excelsa de la naturaleza humana y aunque
la actividad intelectual (especialmente la contemplación de las Formas) sea la más
alta función del hombre; pues el hombre no es puro intelecto. Por lo tanto, la vida
buena para el hombre deberá ser una vida «mixta»: ni exclusivamente espiritual, ni
tampoco exclusivamente de placeres sensibles. Así, pues, Platón está dispuesto a
admitir los placeres que no van precedidos por el dolor, por ejemplo, los placeres
intelectuales2, pero también aquellos placeres que consisten en la satisfacción del
deseo, con tal que sean inocentes y se goce de ellos con mesura. Lo mismo que la miel
y el agua se han de mezclar en debida proporción para que resulte una bebida grata al
paladar, de igual modo el sentimiento agradable y la actividad intelectual deben
mezclarse en justa proporción para hacer buena la vida del hombre.3
Ante todo —dice Platón— la vida buena debe incluir los conocimientos del tipo más
verdadero: la ciencia exacta de los objetos intemporales. Pero el hombre que sólo se
haya familiarizado con las curvas y las líneas exactas y perfectas de la geometría, y
que ningún conocimiento tenga de las groseras aproximaciones a ellas que
encontramos en la vida diaria, ni siquiera sabrá encontrarse a sí mismo. Por lo tanto,
hay que admitir en la mezcla el conocimiento del segundo tipo y no sólo el del
primero. Esto no perjudicará a nadie, siempre que todos reconozcan los objetos de eseconocimiento inferior como lo que son, y no tomen las burdas aproximaciones por la
verdad exacta. En otros términos, no es preciso volver enteramente la espalda a esta
vida mortal y al mundo material para poder vivir la vida verdaderamente buena, sino
que se ha de reconocer que este mundo no es el único, ni tampoco el mejor, antes
solamente una pobre copia del ideal. (La música, dice Protarco, debe admitirse, «si la
vida humana ha de ser vida», a pesar de que, según Sócrates, es una cosa «llena de
conjeturas y de imitación» y «falta de puridad»)4.
Una vez echada ya así toda el «agua» en el recipiente de la mezcla, plantéase la
cuestión de saber cuánta «miel» habrá que ponerle. El voto decisivo en esta cuestión
del grado del placer pertenece al conocimiento. Ahora que el conocimiento, según
Platón, reclamaría de suyo una afinidad con la clase de los placeres «verdaderos» y
«sin mezcla»; pero, en cuanto a los demás, el conocimiento aceptará únicamente los
que vayan acompañados de salud, espíritu sobrio y toda forma de bondad. Los
placeres de la «locura y la maldad» son completamente inadecuados para que les
quepa algún lugar en la mezcla.
El secreto de la mezcla que constituye la vida buena es, pues, la medida o proporción:
donde ésta es descuidada no se da verdadera mezcla, sino embrollo, revoltijo. El bien
es, por tanto, una forma de lo bello, forma que se constituye mediante medida y
proporción, de modo que συμμετρία, καλόν y ῖλήθειαserán las tres notas o formas de
que conste el bien. El primer puesto correspóndele a la «oportunidad»,τῖ καίριον, el
segundo a la proporción, belleza o plenitud (τῖ σύμμετρον καῖ καλόν καῖτῖ τέλεον καῖ
ῖκανόν), el tercero al νοῖς καῖ φρόνησις, el cuarto a las ῖπιστήμαι καῖ τέχναι καῖ δόξαι
ῖρθαί, el quinto a los placeres sin mezcla de dolores (impliquen o no la sensación
presente), y el sexto a la satisfacción moderada del apetito, naturalmente cuando no
entrañe peligro alguno. Tal es, por ende, el verdadero bien del hombre, tal su vida
buena, la εῖδαιμονία; y el motivo que impulsa a procurarla es Eros, el deseo o la
aspiración de alcanzar el bien o la felicidad.
El summum bonum del hombre, la felicidad, incluye, por supuesto, el conocimiento de
Dios —esto es evidente si las Formas son las Ideas de Dios—; y aunque se tome el
Timeo a la letra y se suponga, por lo mismo, que Dios está separado de las Formas y
que las contempla, la propia contemplación de las Formas, contemplación que es un
elemento integrante de su felicidad, le haría al hombre semejante a Dios. Aparte que
ningún hombre podría ser feliz sin reconocer la operación divina en el mundo. Por lo
tanto, Platón puede decir que la felicidad divina es el modelo de la felicidad humana5.
Ahora bien, la felicidad debe alcanzarse mediante la práctica de la virtud, que
equivale a hacerse tan semejante a Dios como al hombre le sea posible. Debemos
llegar a ser «tan parecidos a Dios como podamos, y esto es también hacemos justos
con ayuda de la sabiduría»6. «Los dioses velan con cuidado por aquel cuyo deseo es
hacerse justo y semejante a Dios, en la medida en que el hombre pueda conseguir la
semejanza divina mediante la práctica de la virtud.»7 En las Leyes declara Platón que
«Dios es la medida de todas las cosas en un sentido mucho más alto que en el que
ninguno de los hombres pueda, según se dice, esperarse que lo sea alguna vez». Con
esto responde a Protágoras.) «Y quien desee ser grato a Dios ha de parecérsele tanto
como sea posible y hacerse tal como Él...» A continuación, sigue diciendo que el ofrecer
sacrificios a los dioses y elevarles súplicas es «la más noble y la mejor de todas las
cosas, y también la más conducente al logro de una vida feliz»; pero indica que los
sacrificios de los malvados y de los impíos no son aceptos a los dioses8. El culto
religioso y la virtud pertenecen, pues, a la felicidad, de tal suerte que, aunque la
prosecución de la virtud y la práctica de una vida virtuosa son los medios de lograr la
dicha, no se ha de pensar que la virtud misma sea exterior a la felicidad, sino que es
parte integrante de ella. El bien del hombre es, ante todo, una condición del alma, y
sólo el hombre verdaderamente virtuoso es verdaderamente bueno y verdaderamente
feliz.

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