domingo, 20 de octubre de 2013

LA REPÚBLICA

1. El Estado existe para servir a las necesidades de los hombres. Los hombres no son
independientes unos de otros, sino que necesitan la ayuda y la cooperación de los
demás en la producción de todo lo que hace falta para la vida. De ahí que se reúnan y
asocien en un mismo lugar, «y dan a esta morada común el nombre de Ciudad»4. El fin
originario de la ciudad es, pues, un fin económico, y de él se sigue el principio de la
división y especialización del trabajo. Los talentos y dotes naturales difieren con las
gentes, que los tienen para servir de diversos modos a la comunidad: la obra de un
hombre será superior en calidad y también en cantidad si ese hombre trabaja en una
sola ocupación y ésta es la más apropiada a sus dones naturales. El labrador no se
fabricará su arado ni su azada, sino que todos sus aperos los harán otros para él:
quienes estén especializados en la producción de tales instrumentos. Así, la existencia
del Estado, que de momento se considera desde el punto de vista económico, requerirá
que haya granjeros, tejedores, zapateros, carpinteros, herreros, pastores, mercaderes,
tenderos, obreros asalariados, etc. Pero estas gentes llevarán una vida muy ruda. Si
ha de haber una ciudad «lujosa», hace falta algo más: aparecerán los músicos, los
poetas, los preceptores, los enfermeros, los barberos, los cocineros, los pasteleros, etc.
Y, con el aumento de la población, consecuencia del creciente lujo de la ciudad, el
territorio será ya insuficiente para las necesidades de la misma y tendrán que ser
anexionados algunos territorios de la ciudad vecina. De este modo, Platón halla el
origen de la guerra en una causa económica. (Ni que decir tiene que las observaciones
de Platón no han de entenderse como una justificación de la guerra agresiva; acerca
de esto véanse los párrafos que a la guerra dedica en las Leyes.)
2. Mas, si la guerra ha de continuarse, entonces, según el principio de la división y
especialización del trabajo, deberá haber una clase especial de guardianes del Estado,
cuyo cometido sea exclusivamente dirigir la guerra. Estos guardianes tendrán que ser
valerosos, dotados del elemento θυμοειδές; pero deberán ser también filósofos, en el
sentido de que habrán de saber quiénes son los verdaderos enemigos del Estado. Y si
el ejercicio de sus funciones de guardianes ha de basarse en el conocimiento, entonces
deberán someterse a algún proceso educativo. Empezará éste con la música e incluirá
las narraciones legendarias. Pero—advierte Platón— no se permitirá sino con mucho
tiento que los niños del Estado reciban en sus espíritus, precisamente a esa edad, que
es la más impresionable, opiniones contrarias a las que deberán tener cuando hayan
llegado a hacerse hombres5. Por lo tanto, las leyendas que a propósito de los dioses
relatan Hesíodo y Homero, no se les enseñarán a los niños, ni serán siquiera
admitidas en el Estado, puesto que pintan a los dioses como entregados a groseras
inmoralidades, adoptando varias formas y disfraces, etcétera. Es asimismo intolerable
y no se debe admitir la afirmación de que los dioses tenían por cosa corriente violar
los juramentos y pactos. A Dios se le debe representar no como autor de todas las
cosas, de las buenas y de las malas, sino sólo de las que son buenas6.
Nótese que, aunque Sócrates comienza la discusión fijando el origen del Estado en la
necesidad de satisfacer los varios deseos connaturales al hombre, y aunque afirma el
origen económico del Estado, su interés pasa a centrarse en seguida sobre el problema
de la educación. El Estado no existe simplemente para cubrir las necesidades
económicas del hombre (pues éste no es, sin más, el homo æcononaicus), sino para
hacerle feliz, para que el hombre pueda desenvolverse llevando una vida recta, de
acuerdo con los principios de la justicia. De aquí la necesidad de la educación, puesto
que los miembros del Estado son seres racionales. Mas no hay educación alguna que
lo sea de veras si no es una educación para la verdad y para el bien. Quienes rigen la
vida del Estado y determinan los principios de la educación y distribuyen las tareas
dentro del Estado a sus diferentes miembros han de saber qué es lo realmente
verdadero y bueno —en otras palabras: deben ser filósofos—. Este gran afán por la
verdad es lo que le lleva a Platón a hacer la proposición —bastante curiosa para
nuestra mentalidad— de que se excluya del Estado ideal a los poetas y a los
dramaturgos. Y no es que Platón sea ciego respecto a las bellezas de Homero o de
Sófocles; al contrario, es precisamente el uso que los poetas hacen de bellas palabras e
imágenes lo que les vuelve tan peligrosos a los ojos de Platón. La belleza y los
encantos de sus palabras son, por así decirlo, el azúcar que disimula el veneno que los
incautos ingieren. El interés de Platón es primordialmente ético: por eso se opone a la
manera como hablan los poetas acerca de los dioses y como los fingen con caracteres
inmorales, etcétera. Sólo se admitirá a los poetas en el Estado ideal a condición de que
propongan ejemplos de buenas costumbres morales, y, en general, la poesía épica y la
dramática serán desterradas del Estado, mientras que la lírica se consentirá
únicamente bajo la estricta censura de las autoridades estatales. Determinadas
armonías (los modos lidio y jonio) habrán de excluirse, por afeminados y propios de
francachelas y embriagueces. (Nosotros podemos pensar que Platón exageró los
perniciosos resultados que se seguirían de la admisión de las grandes obras de la
literatura griega, pero el principio que le animaba deben aceptarlo todos los que crean
de veras en una ley moral objetiva, aun cuando disientan quizá sobre las aplicaciones
concretas de tal principio. Porque, si se admite la existencia del alma y de un código
moral absoluto, las autoridades públicas tienen el deber de impedir la ruina de la
moral entre los miembros del Estado, valiéndose para impedirla de unos medios que
no acarreen mayores males aún. Hablar de «los derechos absolutos del arte» es,
sencillamente, un contrasentido, y Platón estaba desde luego en lo cierto al no dejarse
engañar por tan absurdas consideraciones.)

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